Todos sentimos el final de aquellas situaciones que han terminado y sin embargo tanta es la angustia ante la posibilidad del duelo que será inevitable transitar que elegimos a veces prolongar la agonía postergando el final de aquello que sabemos ya ha terminado.
Prolongamos la agonía. Postergamos el final. Miramos hacia otro lado. Volvemos la espalda a la evidencia. Cubrimos los ojos del alma con el oscuro paño del autoengaño. Vamos por una vuelta más.
Nos prometemos que sólo una vez más, una sola vez más que esto o aquello se repita y le daremos final, sólo una más… Y son cientos las que evitamos contar para que no llegue esa más, que nos prometimos sería el final. Finales anunciados.
Inevitables finales. Dolorosos. Ciertos. Cada final postergado es una agonía prolongada que ocasiona un sufrimiento innecesario y que antes o después deberemos afrontar. No importa de qué se trate la cuestión, sea cual fuere, hay finales que resultan inevitables y afrontar el cierre de esa situación es la única posibilidad de seguir adelante.
Solo cerrar deja la posibilidad de abrir. Mientras mantengo sin cerrar lo que ha finalizado, este asunto seguirá pendiente e inconcluso en mi mente y en mi sentir obstaculizando toda posibilidad de lo nuevo. Saber dar final a lo que ya no es, resulta tan importante como saber iniciar aquello que anhelamos que sea.
Quien abre pero no cierra solo acumula finales pendientes que ensombrecen todo comienzo. Permanecer y persistir en aquello que ya no es para evitar afrontar el duelo de lo perdido, constituye uno de los más trágicos autoengaños en que podemos incurrir. La vida es aquí. La vida es ahora. Si no es aquí y ahora, ya no es. Soltá…